En los días de San Constantino el Grande, San Marcos, llevado por el celo divino, destruyó un templo de los ídolos y levantó una iglesia en su lugar. Cuando reinó Julián el Apóstata, en el año 361, los paganos tuvieron oportunidad de vengarse por la destrucción de su templo, y San Marcos se escondió, pero, cuando vio que otros estaban siendo capturados por su culpa, se entregó.
Sin tener en cuenta su avanzada edad, los paganos lo desnudaron y le golpearon todo el cuerpo, lo arrojaron a una inmunda cloaca y, después de sacarlo de allí, mandaron a niños que le pincharan con sus plumas de hierro. Después de todo esto los torturadores pusieron a San Marcos en una cesta, lo embadurnaron de miel y pescado podrido y lo colgaron al sol para ser devorado por las abejas y avispas. Sin embargo, como aguantó estos suplicios con tanta nobleza, sus enemigos se arrepintieron y lo soltaron.