lunes, 30 de enero de 2017

"Reconciliación: el amor de Cristo nos apremia". Homilía del P. Demetrio Sáez en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos de Móstoles (Comunidad de Madrid)


RECONCILIACION: EL AMOR DE CRISTO NOS APREMIA 

Muchas situaciones humanas son tan complejas, tan difíciles de resolver, tan pesadas, tan angustiosas, que sólo existe una salida: perdonar. El problema que se presenta hoy en muchos cristianos es la falta de dimensión ascética. Como Cristo ha pagado ya por nuestros pecados, podemos hacer lo que nos plazca. El pensamiento actual es: "¡Es que yo soy así, porque es como Dios me ha hecho y como Dios me ama, él me perdona, por lo que no tengo porqué cambiar de vida!". Ante la ofensa de una persona de este tipo, la reacción inmediata es la venganza, pero la venganza agrava el problema. No hay que permitir, como dice Evagrio el Póntico, que el demonio se ría dos veces: la primera cuando nos ofenden y la segunda cuando nos vengamos. Además, si aplicáramos el conocido "ojo por ojo", pronto toda la humanidad estaría tuerta. Sólo con el perdón es cómo podemos romper la cadena de represalias y venganzas mutuas y de la amargura autodestructiva. Sin perdón no hay esperanza de comenzar de nuevo. 

Un buen ejemplo de esto fue un venerable sacerdote griego, el P. Papastavros, que durante la ocupación alemana y la posterior guerra civil en Grecia, había visto morir en condiciones trágicas a sus padres, sus hermanos y hermanas, su mujer y sus hijos, excepto el más pequeño. Pasado el tiempo, cuando le preguntaban a éste último por la situación de su padre, contestaba: "mi padre ahora es libre, porque ha perdonado a todos". San Silvano del Monte Athos decía: "Allí donde está el perdón, está también la libertad. 

Y sin embargo ¡qué difícil, qué dolorosamente difícil es perdonar y ser perdonado! No es pues de extrañar la importancia crucial que se le da al perdón en la oración que el mismo Cristo nos enseñó: de las 57 palabras que tiene el Padre Nuestro en griego, 14, es decir, la cuarta parte, se refieren al perdón otorgado y recibido. En una oración tan completa, tan concisa, esto llama la atención. Si el Señor nos apremia tanto sobre el perdón en la oración que nos transmitió, es porque no puede haber verdadera oración si no hay espíritu de perdón. 

En la interpretación patrística del Padre Nuestro, uno de los temas dominantes es el de la unidad de toda la humanidad. No decimos "Padre mío que estás en los cielos" ni tampoco "dame mi pan de cada día". Cada uno de nosotros no pedimos individualmente el perdón de nuestras ofensas ni que nos libre del mal. Nuestra plegaria es pública y común. Cuando rezamos no lo hacemos por una sola persona, sino por todo el pueblo, porque uno solo es el pueblo de Dios. Esta percepción de nuestra unidad humana encuentra su fundamento en la doctrina cristiana sobre Dios: creemos en un Dios que es Trinidad; creemos en un Dios que no es sólo un Dios personal, sino interpersonal; creemos en la comunión que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Como consecuencia, los humanos somos salvados no aisladamente, sino en comunión los unos con los otros. 

Cuando le decimos a Dios "perdónanos", le estamos pidiendo el perdón no sólo por nuestros pecados personales, sino por todos los pecados que son comunes a nuestra naturaleza, porque toda la raza humana es heredera de Adán. . Aunque estuviéramos exentos de pecados personales, cosa que nadie puede pretender, todos participamos de la naturaleza de Adán y, por lo tanto, de las consecuencias de su caída. Así, pidiendo el perdón, ponemos nuestra voluntad en armonía con el resto de la raza humana, mientras que si rechazamos el perdón nosotros mismos nos separamos del resto de la humanidad. Existe una solidaridad mística que nos une los unos a los otros. Ninguno de nosotros cae sólo, sino que arrastra a los demás en su caída, de la misma manera que tampoco es perdonado y salvado sólo. El perdón no es solitario, sido solidario. 

En la petición de reconciliación entre Dios y nosotros y entre nosotros mismos, hay una palabra a la que no damos importancia y que, sin embargo, es la clave de nuestra salvación: me refiero al adverbio "cómo". Con esta palabra nos aplicamos a nosotros mismos con un rigor absoluto aquellas otras palabras de Cristo: "Con la medida que midiereis, seréis medidos". Es como si estuviéramos dando instrucciones a Dios de cómo actuar: "si yo no perdono a los otros, le estamos diciendo, tampoco tú me perdones a mí". En ningún otro lugar, en ninguna otra plegaria le estamos dando a Dios una orden así. 

En realidad no estamos negociando con Dios, sino que se trata de lo que podríamos llamar una "inversión de imitación"; es decir, si nosotros estamos llamados a imitar a Dios y sólo él tiene el poder de perdonar los pecados, lo único que debemos hacer es perdonar a los demás si queremos ser imitadores de Dios. Este sería el esquema normal, pero san Gregorio de Nisa propone una interpretación, y así lo dice él, más atrevida: invertir los términos, es decir, servir nosotros de ejemplo a Dios; en lugar de ser nosotros los imitadores que sea él quien nos imite a nosotros. Sería como decirle:" Lo que yo he hecho hazlo tú también; imita a este siervo tuyo, Señor. Como yo he perdonado, perdona tú también y así como practico la caridad con mi prójimo, imita tú también este amor, tú que por naturaleza eres el amor misericordioso". Este es el verdadero significado del adverbio "como". Porque ¿qué pasaría si Dios nos perdonara de la misma manera que lo hacemos nosotros? 

El perdón no solamente debe ser ofrecido, sino también aceptado. Dios llama a la puerta del corazón humano, pero no fuerza la cerradura, se queda esperando a que le abramos desde el otro lado. No es que Dios no esté deseoso de perdonar, sino que si por nuestra parte endurecemos nuestro corazón y negamos a los otros el perdón, nos quedamos excluidos del perdón divino. Cerrando nuestro corazón a los demás, se lo cerramos a Dios; rechazando a los otros, le rechazamos también a él. Si no perdonamos, nos situamos fuera del movimiento de amor que nos libera. Dios no nos excluye de su perdón, nos excluimos nosotros. 

Por otra parte, el que perdonemos a los demás no es la causa, no es la razón del perdón de Dios hacia nosotros, sino la condición sin la cual el perdón divino no puede penetrar en nuestro interior. El perdón de Dios es un don que jamás podríamos alcanzar por nuestros propios medios, así que lo que de verdad cuenta no son tanto los méritos que le presentemos al Señor, sino la disposición con que nos presentemos ante él. Me viene a la memoria el recuerdo de Santa María la Egipcia que, cuando se vio pecadora se marchó al desierto a llorar el resto de su vida, no para ablandar a Dios con sus lágrimas y obtener el perdón, tampoco para hacer penitencia, sino por amor a Dios que la había liberado y por el conocimiento que tuvo de lo que era el pecado en toda su realidad y en el que ya no quería volver a caer. 

Nuestra relación con Dios y nuestra relación con nuestros semejantes son tan interdependientes que, como vuelve decir san Silvano del Monte AThos: "nuestro hermano es nuestra vida". Esto es verdad en sentido ontológico, no en el sentimental: el amor a Dios y el amor al prójimo no son dos amores, sino uno sólo. Todo lo que hagamos, nos advierte san Cipriano de Cartago, los sufriremos nosotros mismos; por eso, al decir "perdónanos como nosotros perdonamos" estamos poniendo en nuestras propias manos la sentencia con que se nos juzgará. 

Como padre de monjes quisiera compartir con ustedes cuatro consejos prácticos sobre el perdón :

1.- NO RETRASAR EL PERDON. Las armas del demonio son la nostalgia o el aplazamiento; sus palabras son "demasiado tarde" o "demasiado pronto". Pero donde el demonio dice "ayer" o "mañana", el Espíritu Santo dice "hoy". El tiempo del perdón es el "ahora" y lo fundamental es perdonar "ahora" en nuestro corazón. La acción exterior hay que tomarla con prudencia. El perdón significa curación y la curación lleva su tiempo. A veces, las peticiones prematuras de perdón pueden empeorar las cosas. Si tratamos de imponernos al otro sin pensar primero en descubrir, bien por un esfuerzo de nuestra imaginación bien por simpatía, lo que el otro piensa y siente, corremos el riesgo de ahondar el abismo que nos separa en lugar de tender puentes. Sin aplazar definitivamente las cosas, a veces es conveniente hacer una pausa; no en una indiferencia pasiva, sino poniendo en manos de Dios una espera vigilante hasta que se manifieste claramente el momento oportuno de la acción. 

2.- PERDONAR AL OTRO PERO ESTAR IGUALMENTE DISPUESTOS A ACEPTAR EL PERDON QUE EL OTRO NOS OFRECE. Es difícil perdonar, pero mucho más difícil es reconocer que también nosotros tenemos, con frecuencia, la necesidad de ser perdonados. Hay que tener la humildad de reconocer esa necesidad porque el orgulloso no puede recibir la gracia de Dios. Muchas reconciliaciones se malogran porque las dos partes acuden dispuestas a perdonar, pero no a ser perdonadas. 

3.- PERDONAR A LOS DEMAS PERO PERDONARNOS TAMBIEN A NOSOTROS MISMOS. Parece que hoy día el hombre moderno no quiere aceptar el perdón y la gracia. En su orgullo prefieren antes el castigo. Cuando Cristo dice que hay un pecado imperdonable, el de la blasfemia contra el Espíritu Santo, se refiere a esto, al deseo de no ser perdonado. Perdonarse a sí mismo es equivalente a aceptar el perdón de Dios y el de los demás, a pesar del combate que se entabla con el demonio que trata de convencernos de que no somos dignos, de que somos demasiado malvados, de que eso no es para nosotros. ¡Cuántas veces hemos oído decir: "Nunca me perdonaré esto o lo otro! Sin embargo ¿cómo podemos aceptar el perdón de los demás si no lo recibimos de nosotros mismos? Permaneciendo en ese estado medio encolerizados, medio angustiados, nos creamos nuestro propio infierno. Judas se arrepintió de su acción, pero el examen de sí mismo le llevó no a una segunda oportunidad, sino a la desesperación; incapaz de perdonarse a sí mismo fue incapaz de aceptar el perdón de Dios y terminó por suicidarse. En cuanto a Pedro, siguió otro camino. Viéndose a sí mismo cuando cantó el gallo lloró amargamente lágrimas de remordimiento. Pero este remordimiento no le llevó a la desesperación, al contrario, cuando vio junto al lago a Cristo resucitado, no se alejó de él para encerrarse en su "infierno personal", antes bien, se acercó al Señor lleno de esperanza. Aceptando el perdón de Cristo y perdonándose a sí mismo pudo comenzar de nuevo. 

4.- LA ORACION. Si todavía no encontramos en nuestro corazón la posibilidad de perdonar al otro, al menos recemos por él. San Silvano del Monte Athos, que tanto he citado, nos dice: "si rogáis por vuestros enemigos la paz vendrá a vosotros. Pidamos, pues, a Dios no hacer más pesada la carga de los demás, no ser para los otros causa de escándalo o de pecado. Y si a pesar de la oración no nos sentimos capaces de perdonar de verdad, al menos pidamos a Dios el experimentar el deseo, las ganas de perdonar. Hay situaciones en las que desear verdaderamente algo es casi como tenerlo. Como aquel hombre que llevó a su hijo enfermo ante Cristo y que gritaba llorando "Creo, Señor, pero aumenta mi poca fe". Gritemos también nosotros con lágrimas "Perdono, Señor, pero aumenta mi capacidad de perdonar" Poco a poco, gradualmente, vendrá el momento en que seremos capaces de acordarnos con amor de aquellos que nos han ofendido. Invocando la ayuda de Dios y reconociendo nuestra propia incapacidad llegaremos a reconocer esta verdad primordial: que siendo el perdón una prerrogativa divina no es simplemente una acción nuestra, sino la acción de Dios en nosotros.

Amén.


Archimandrita Demetrio (Sáez)


Homilía pronunciada en Móstoles, 17 de Enero de 2017