Nº Prot. 335
+ B A R T O L O M É
Por la Misericordia de Dios Arzobispo de Constantinopla-Nueva Roma
y Patriarca Ecuménico
Al pleroma de la Iglesia: ¡Que la Gracia y la Paz de Dios estén con
vosotros!
Ofrecemos un himno de
agradecimiento al todopoderoso, omnisciente y benevolente Dios trinitario por
haber concedido a su pueblo poder celebrar el 1700º aniversario del Primer
Concilio Ecuménico de Nicea, que dio testimonio espiritual de la auténtica fe
en el Verbo divino engendrado sin principio y verdaderamente consustancial al
Padre, “que por nosotros los hombres y para nuestra salvación bajó de los
cielos, se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día y
ascendió a los cielos, y regresará para juzgar a vivos y muertos”.
El Concilio de Nicea constituye
una expresión de la naturaleza sinodal de la Iglesia, la culminación de su
“conciliaridad más temprana”, que está indisolublemente unida a la realización
eucarística de la vida eclesial, así como la práctica de reunirse para tomar
decisiones “unánimes” (Hch 2,1) sobre asuntos de actualidad. El Concilio de
Nicea también supone el surgimiento de una nueva estructura conciliar -la de
los Concilios Ecuménicos-, que demostraría ser decisiva para el desarrollo de
los asuntos eclesiásticos. Es de reseñar que un Concilio Ecuménico no es una
“institución permanente” en la vida de la Iglesia, sino un “acontecimiento
extraordinario” en respuesta a una amenaza concreta contra la fe, con el
objetivo de restaurar la unidad rota y la comunión eucarística.
El hecho de que el Concilio de Nicea fuera convocado por el Emperador y que
Constantino el Grande asistiera a sus deliberaciones y elevara sus decisiones al
rango de ley imperial no lo convierte en un “sínodo imperial” (1). Fue
incuestionablemente un “acontecimiento eclesial” mediante el cual la Iglesia,
guiada por el Espíritu Santo, tomó decisiones sobre sus asuntos internos,
mientras que el Emperador puso en práctica el principio de “dar al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21).
Frente a la herejía arriana, la
Iglesia en Concilio formuló la esencia de su fe, que es experimentada de manera
ininterrumpida. El Hijo eterno de Dios, “consustancial al Padre, […] Dios verdadero de
Dios verdadero”, mediante su Encarnación, salva a la humanidad de la esclavitud
del enemigo y nos abre el camino de la deificación mediante la Gracia. “Él se hizo hombre para que
nosotros nos hiciéramos divinos” (2). El Símbolo de Nicea proclama la firme
convicción de que la desviación herética en cuestión constituía una negación de
la posibilidad de salvación del hombre. En este sentido, no es una simple
declaración teórica, sino una confesión de fe, igual que todos los textos
dogmáticos de la Iglesia: una articulación genuina de la verdad que vive en
ella y a través de ella.
Tiene una importancia teológica particular el hecho de que la base del
Sagrado Símbolo (“Creemos…”) consiste en un símbolo bautismal local o un grupo
de símbolos de ese tipo. Como genuino portador de la autoconciencia perenne de
la Iglesia, el Concilio recapitula y reafirma el depósito Apostólico conservado
por las Iglesias locales. Atanasio del Grande menciona que los Padres
Sinodales, “en asuntos de fe, no escriben: ‘Nos pareció…’, sino: ‘Esto es lo
que cree la Iglesia católica’, y al mismo tiempo confesaron lo que ellos creían
para demostrar que no se descubría nada nuevo en lo que ellos escribían, sino
que su mentalidad era apostólica; en otras palabras, que se trataba exactamente
de lo mismo que habían enseñado los Apóstoles” (3). La convicción de los Padres
divinamente instruidos era que nada se estaba añadiendo a la fe de los
Apóstoles y que el Símbolo verdaderamente ecuménico de Nicea supone una
proclamación de la tradición común de la Iglesia católica. Los Padres
Conciliares, a los que la Iglesia ortodoxa honra debidamente y celebra en sus
himnos como “justos protectores de las tradiciones apostólicas”, adoptaron el
término filosófico de “sustancia” (y su derivado “consustancial”) para expresar
la fe ortodoxa acerca de la divinidad del Verbo, que Arrio negaba (y, con ello,
negaba al mismo tiempo todo el misterio de la Economía Divina salvífica
encarnada al enredarse en los conceptos helenísticos, rechazando con ello al
“Dios de nuestros Padres” en nombre del “Dios de los filósofos”).
Otro asunto de vital importancia que el Concilio de Nicea estaba llamado a
resolver para incrementar la unidad eclesiástica en la práctica litúrgica fue el
de “cuándo y cómo debemos celebrar la fiesta de la Pascua”. El 1700º
aniversario de la convocación de este Concilio ha vuelto a traer a colación la
conveniencia de una celebración común de la Resurrección del Señor. La Gran
Iglesia de Cristo reza para que todos los cristianos del mundo entero
recuperen, de acuerdo con los decretos del Concilio de Nicea, la celebración de
la Pascua en una fecha común, tal y como, por una bendita coincidencia, ha
ocurrido el año en curso. Dicha decisión serviría como prueba y como avance
genuino en el camino ecuménico compartido y en nuestra común comprensión
mediante el diálogo teológico y el “diálogo de la vida”, como testimonio
tangible de nuestro respeto práctico hacia lo que hemos recibido de la Iglesia
indivisa. Alcanzar dicho objetivo, en el contexto del aniversario que
celebramos este año, era la visión conjunta del Papa de Roma Francisco (de
bendita memoria) y nuestra Modestia. Su fallecimiento justo después de que toda
la cristiandad celebrara la Pascua pone de relieve nuestra responsabilidad para
continuar en esta dirección sin vacilar.
La obra canónica del Concilio de
Nicea también fue significativa formulando y afirmando sinodalmente la
conciencia canónica perenne de la Iglesia, estableciendo el comienzo y la elevación
del sistema metropolitano, así como la posición prominente y la responsabilidad
expandida de ciertos Tronos, de la que gradualmente surgió el sistema de la
Pentarquía. En tanto en cuanto que el legado canónico de Nicea es patrimonio
común de todo el mundo cristiano, el aniversario que celebramos este año está
llamado a servir como una invitación a volver a las fuentes, sobre todo a los
reglamentos canónicos primigenios de la Iglesia indivisa.
El Trono Ecuménico de Constantinopla ha servido perennemente como garantía
de las decisiones de Nicea. Este espíritu de la Gran Iglesia de Cristo también
fue descrito a través de la Encíclica Patriarcal y Sinodal con ocasión del
1600º aniversario del Concilio como “el primer Concilio Ecuménico y
verdaderamente el más grande de la Iglesia” (4). La decisión de celebrar el
aniversario con “un acto festivo y conjunto si es posible de todas las Iglesias
ortodoxas autocéfalas para manifestar la fe y la persistencia hasta nuestros
días de nuestra Santa Iglesia Ortodoxa en la enseñanza y el espíritu de ese
Concilio, cuya inspirada decisión por un lado estableció y selló la única fe de
la Iglesia y por otro presentó espléndidamente la unidad de la estructura de la
Iglesia mediante la presencia de delegados de todos los rincones de la Tierra”
desgraciadamente al final no fue posible debido a circunstancias excepcionales
y a que el Trono Ecuménico quedó vacante. El 9 de Julio de 1925, el primer
Domingo después de la entronización del Patriarca Basilio III, el “compromiso
atrasado” se pudo cumplir con la celebración de “una Liturgia Patriarcal y
Sinodal especial” en la venerable Iglesia Patriarcal. Lo que tiene una
importancia eclesiológica particular es que la Encíclica subraya el valor de
adoptar la obligación de la Iglesia de Constantinopla, “al estar más
directamente asociada con la fiesta y ser responsable de ella”, de celebrar
este aniversario, “que es inmenso para toda la cristiandad”.
El Concilio de Nicea constituye un
hito en la formación de la identidad doctrinal y en la estructura canónica de
la Iglesia. Ha seguido siendo el modelo para el manejo de los problemas de fe y
de orden canónico a nivel ecuménico. El 1700º aniversario de su convocación le
recuerda a la cristiandad las tradiciones de la Iglesia antigua, el valor de la
lucha común contra los errores de la fe cristiana y la misión de los fieles de
contribuir a la multiplicación de los “buenos frutos” de la vida en Cristo,
según Cristo, y dirigida hacia Cristo en el mundo.
Hoy estamos llamados a señalar el
mensaje duradero del Primer Concilio Ecuménico de Nicea, las dimensiones
soteriológicas y las consecuencias antropológicas del término “homo-ousios”, el
vínculo inseparable entre la cristología y la antropología en una era de
confusión antropológica y de intensos esfuerzos para hacer hincapié en lo
“meta-humano” como horizonte abierto y perspectiva autodivinizadora de la
evolución humana, con la contribución de la ciencia y la tecnología. El
principio de la “realidad divino-humana” incluye la respuesta al callejón sin
salida de la visión contemporánea de un “hombre-dios”. Así, la referencia al
“espíritu de Nicea” nos ofrece una invitación a volvernos a los aspectos
esenciales de nuestra fe, cuyo núcleo es la salvación de la humanidad en
Cristo.
Nuestro Señor y Salvador
Jesucristo es la revelación plena y perfecta de la verdad sobre Dios y sobre el
hombre. “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). El Verbo
encarnado demostró “él solo y por primera vez”, tal y como afirma San Nicolás
Cabásilas, “al ser humano verdadero y perfecto, ejemplar en su conducta, en su
forma de vida y en cualquier otro aspecto” (5). Esta Verdad está representada
en el mundo por la Iglesia una, santa, católica y apostólica; es la misma
Verdad que la nutre, la misma Verdad a la que ella sirve. La Iglesia porta la
vestimenta de la de la Verdad, “tejida con la teología de lo Alto”, exponiendo
siempre rectamente y glorificando “el gran misterio de la piedad”,
evangelizando al mundo con fe, esperanza y caridad y anticipando “el día sin
fin que no conoce ocaso ni sucesión” (6), el reino venidero del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo.
La tarea de la teología es revelar
la dimensión soteriológica de la doctrina y su interpretación en términos
existenciales, lo que, junto con la participación en el acontecimiento
eclesial, exige sensibilidad e interés genuino en el ser humano y en la
aventura de su libertad. En este sentido, la proclamación de nuestra fe en el
Verbo divino encarnado debe ir acompañada de nuestra respuesta tangible a su
palabra salvadora: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los
otros como yo os he amado” (Jn 15,12).
En recuerdo, pues, de los dones inefables que ha concedido y sigue
concediendo al mundo, glorificamos incesantemente el santísimo y esplendidísimo
nombre del Señor de todo y Dios de amor, a través del cual hemos conocido al
Padre y a través del cual el Espíritu Santo vino al mundo. ¡Amén!
1 de junio del Año del Señor 2025
***
(1)
Metropolitano
Juan de Pérgamo, ‘Obras’, Vol 1: Estudios eclesiológicos (Atenas: Domos Books,
2016), 675-6.
(2)
Atanasio el
Grande, ‘Sobre la Encarnación divina’, PG 25.192.
(3)
Atanasio el
Grande, ‘Carta sobre los Concilios de Arimino en Italia y Seleucia en Isauria’,
PG 26.688.
(4)
Actas
sinodales, Códice I,94 (10 de agosto de 1925), 102-3.
(5)
Nicolás
Cabásilas, ‘La vida en Cristo’, PG 150.680.
(6)
Basilio el
Grande, ‘Sobre el Hexamerón’, PG 29.52.