sábado, 31 de mayo de 2025

Encíclica Patriarcal y Sinodal con ocasión del 1700º aniversario del Primer Concilio Ecuménico de Nicea

 


 

Nº Prot. 335

+ B A R T O L O M É

Por la Misericordia de Dios Arzobispo de Constantinopla-Nueva Roma
y Patriarca Ecuménico

Al pleroma de la Iglesia: ¡Que la Gracia y la Paz de Dios estén con vosotros!

 

Ofrecemos un himno de agradecimiento al todopoderoso, omnisciente y benevolente Dios trinitario por haber concedido a su pueblo poder celebrar el 1700º aniversario del Primer Concilio Ecuménico de Nicea, que dio testimonio espiritual de la auténtica fe en el Verbo divino engendrado sin principio y verdaderamente consustancial al Padre, “que por nosotros los hombres y para nuestra salvación bajó de los cielos, se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día y ascendió a los cielos, y regresará para juzgar a vivos y muertos”.

          El Concilio de Nicea constituye una expresión de la naturaleza sinodal de la Iglesia, la culminación de su “conciliaridad más temprana”, que está indisolublemente unida a la realización eucarística de la vida eclesial, así como la práctica de reunirse para tomar decisiones “unánimes” (Hch 2,1) sobre asuntos de actualidad. El Concilio de Nicea también supone el surgimiento de una nueva estructura conciliar -la de los Concilios Ecuménicos-, que demostraría ser decisiva para el desarrollo de los asuntos eclesiásticos. Es de reseñar que un Concilio Ecuménico no es una “institución permanente” en la vida de la Iglesia, sino un “acontecimiento extraordinario” en respuesta a una amenaza concreta contra la fe, con el objetivo de restaurar la unidad rota y la comunión eucarística.

          El hecho de que el Concilio de Nicea fuera convocado por el Emperador y que Constantino el Grande asistiera a sus deliberaciones y elevara sus decisiones al rango de ley imperial no lo convierte en un “sínodo imperial” (1). Fue incuestionablemente un “acontecimiento eclesial” mediante el cual la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, tomó decisiones sobre sus asuntos internos, mientras que el Emperador puso en práctica el principio de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21).

          Frente a la herejía arriana, la Iglesia en Concilio formuló la esencia de su fe, que es experimentada de manera ininterrumpida. El Hijo eterno de Dios, “consustancial al Padre, […] Dios verdadero de Dios verdadero”, mediante su Encarnación, salva a la humanidad de la esclavitud del enemigo y nos abre el camino de la deificación mediante la Gracia. “Él se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos divinos” (2). El Símbolo de Nicea proclama la firme convicción de que la desviación herética en cuestión constituía una negación de la posibilidad de salvación del hombre. En este sentido, no es una simple declaración teórica, sino una confesión de fe, igual que todos los textos dogmáticos de la Iglesia: una articulación genuina de la verdad que vive en ella y a través de ella.

          Tiene una importancia teológica particular el hecho de que la base del Sagrado Símbolo (“Creemos…”) consiste en un símbolo bautismal local o un grupo de símbolos de ese tipo. Como genuino portador de la autoconciencia perenne de la Iglesia, el Concilio recapitula y reafirma el depósito Apostólico conservado por las Iglesias locales. Atanasio del Grande menciona que los Padres Sinodales, “en asuntos de fe, no escriben: ‘Nos pareció…’, sino: ‘Esto es lo que cree la Iglesia católica’, y al mismo tiempo confesaron lo que ellos creían para demostrar que no se descubría nada nuevo en lo que ellos escribían, sino que su mentalidad era apostólica; en otras palabras, que se trataba exactamente de lo mismo que habían enseñado los Apóstoles” (3). La convicción de los Padres divinamente instruidos era que nada se estaba añadiendo a la fe de los Apóstoles y que el Símbolo verdaderamente ecuménico de Nicea supone una proclamación de la tradición común de la Iglesia católica. Los Padres Conciliares, a los que la Iglesia ortodoxa honra debidamente y celebra en sus himnos como “justos protectores de las tradiciones apostólicas”, adoptaron el término filosófico de “sustancia” (y su derivado “consustancial”) para expresar la fe ortodoxa acerca de la divinidad del Verbo, que Arrio negaba (y, con ello, negaba al mismo tiempo todo el misterio de la Economía Divina salvífica encarnada al enredarse en los conceptos helenísticos, rechazando con ello al “Dios de nuestros Padres” en nombre del “Dios de los filósofos”).

          Otro asunto de vital importancia que el Concilio de Nicea estaba llamado a resolver para incrementar la unidad eclesiástica en la práctica litúrgica fue el de “cuándo y cómo debemos celebrar la fiesta de la Pascua”. El 1700º aniversario de la convocación de este Concilio ha vuelto a traer a colación la conveniencia de una celebración común de la Resurrección del Señor. La Gran Iglesia de Cristo reza para que todos los cristianos del mundo entero recuperen, de acuerdo con los decretos del Concilio de Nicea, la celebración de la Pascua en una fecha común, tal y como, por una bendita coincidencia, ha ocurrido el año en curso. Dicha decisión serviría como prueba y como avance genuino en el camino ecuménico compartido y en nuestra común comprensión mediante el diálogo teológico y el “diálogo de la vida”, como testimonio tangible de nuestro respeto práctico hacia lo que hemos recibido de la Iglesia indivisa. Alcanzar dicho objetivo, en el contexto del aniversario que celebramos este año, era la visión conjunta del Papa de Roma Francisco (de bendita memoria) y nuestra Modestia. Su fallecimiento justo después de que toda la cristiandad celebrara la Pascua pone de relieve nuestra responsabilidad para continuar en esta dirección sin vacilar.

          La obra canónica del Concilio de Nicea también fue significativa formulando y afirmando sinodalmente la conciencia canónica perenne de la Iglesia, estableciendo el comienzo y la elevación del sistema metropolitano, así como la posición prominente y la responsabilidad expandida de ciertos Tronos, de la que gradualmente surgió el sistema de la Pentarquía. En tanto en cuanto que el legado canónico de Nicea es patrimonio común de todo el mundo cristiano, el aniversario que celebramos este año está llamado a servir como una invitación a volver a las fuentes, sobre todo a los reglamentos canónicos primigenios de la Iglesia indivisa.

          El Trono Ecuménico de Constantinopla ha servido perennemente como garantía de las decisiones de Nicea. Este espíritu de la Gran Iglesia de Cristo también fue descrito a través de la Encíclica Patriarcal y Sinodal con ocasión del 1600º aniversario del Concilio como “el primer Concilio Ecuménico y verdaderamente el más grande de la Iglesia” (4). La decisión de celebrar el aniversario con “un acto festivo y conjunto si es posible de todas las Iglesias ortodoxas autocéfalas para manifestar la fe y la persistencia hasta nuestros días de nuestra Santa Iglesia Ortodoxa en la enseñanza y el espíritu de ese Concilio, cuya inspirada decisión por un lado estableció y selló la única fe de la Iglesia y por otro presentó espléndidamente la unidad de la estructura de la Iglesia mediante la presencia de delegados de todos los rincones de la Tierra” desgraciadamente al final no fue posible debido a circunstancias excepcionales y a que el Trono Ecuménico quedó vacante. El 9 de Julio de 1925, el primer Domingo después de la entronización del Patriarca Basilio III, el “compromiso atrasado” se pudo cumplir con la celebración de “una Liturgia Patriarcal y Sinodal especial” en la venerable Iglesia Patriarcal. Lo que tiene una importancia eclesiológica particular es que la Encíclica subraya el valor de adoptar la obligación de la Iglesia de Constantinopla, “al estar más directamente asociada con la fiesta y ser responsable de ella”, de celebrar este aniversario, “que es inmenso para toda la cristiandad”.

          El Concilio de Nicea constituye un hito en la formación de la identidad doctrinal y en la estructura canónica de la Iglesia. Ha seguido siendo el modelo para el manejo de los problemas de fe y de orden canónico a nivel ecuménico. El 1700º aniversario de su convocación le recuerda a la cristiandad las tradiciones de la Iglesia antigua, el valor de la lucha común contra los errores de la fe cristiana y la misión de los fieles de contribuir a la multiplicación de los “buenos frutos” de la vida en Cristo, según Cristo, y dirigida hacia Cristo en el mundo.

          Hoy estamos llamados a señalar el mensaje duradero del Primer Concilio Ecuménico de Nicea, las dimensiones soteriológicas y las consecuencias antropológicas del término “homo-ousios”, el vínculo inseparable entre la cristología y la antropología en una era de confusión antropológica y de intensos esfuerzos para hacer hincapié en lo “meta-humano” como horizonte abierto y perspectiva autodivinizadora de la evolución humana, con la contribución de la ciencia y la tecnología. El principio de la “realidad divino-humana” incluye la respuesta al callejón sin salida de la visión contemporánea de un “hombre-dios”. Así, la referencia al “espíritu de Nicea” nos ofrece una invitación a volvernos a los aspectos esenciales de nuestra fe, cuyo núcleo es la salvación de la humanidad en Cristo.

          Nuestro Señor y Salvador Jesucristo es la revelación plena y perfecta de la verdad sobre Dios y sobre el hombre. “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). El Verbo encarnado demostró “él solo y por primera vez”, tal y como afirma San Nicolás Cabásilas, “al ser humano verdadero y perfecto, ejemplar en su conducta, en su forma de vida y en cualquier otro aspecto” (5). Esta Verdad está representada en el mundo por la Iglesia una, santa, católica y apostólica; es la misma Verdad que la nutre, la misma Verdad a la que ella sirve. La Iglesia porta la vestimenta de la de la Verdad, “tejida con la teología de lo Alto”, exponiendo siempre rectamente y glorificando “el gran misterio de la piedad”, evangelizando al mundo con fe, esperanza y caridad y anticipando “el día sin fin que no conoce ocaso ni sucesión” (6), el reino venidero del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

          La tarea de la teología es revelar la dimensión soteriológica de la doctrina y su interpretación en términos existenciales, lo que, junto con la participación en el acontecimiento eclesial, exige sensibilidad e interés genuino en el ser humano y en la aventura de su libertad. En este sentido, la proclamación de nuestra fe en el Verbo divino encarnado debe ir acompañada de nuestra respuesta tangible a su palabra salvadora: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

          En recuerdo, pues, de los dones inefables que ha concedido y sigue concediendo al mundo, glorificamos incesantemente el santísimo y esplendidísimo nombre del Señor de todo y Dios de amor, a través del cual hemos conocido al Padre y a través del cual el Espíritu Santo vino al mundo. ¡Amén!

          1 de junio del Año del Señor 2025

***

(1)  Metropolitano Juan de Pérgamo, ‘Obras’, Vol 1: Estudios eclesiológicos (Atenas: Domos Books, 2016), 675-6.

(2)  Atanasio el Grande, ‘Sobre la Encarnación divina’, PG 25.192.

(3)  Atanasio el Grande, ‘Carta sobre los Concilios de Arimino en Italia y Seleucia en Isauria’, PG 26.688.

(4)  Actas sinodales, Códice I,94 (10 de agosto de 1925), 102-3.

(5)  Nicolás Cabásilas, ‘La vida en Cristo’, PG 150.680.

(6)  Basilio el Grande, ‘Sobre el Hexamerón’, PG 29.52.