lunes, 14 de septiembre de 2020

Homilía del Archimandrita Demetrio sobre la Santa Cruz


La Cruz que veneramos hoy es el centro del misterio de nuestra salvación. Es la revelación suprema del amor de Dios hacia sus criaturas, la revelación suprema, también, de nuestro proceso de aprendizaje del amor a Dios y del amor al prójimo.

La Cruz es el lugar de nuestra existencia y, sin embargo, san Pablo la llama locura: "La palabra de la Cruz es locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, esto es, nosotros, es poder de Dios" (1 Co. 1, 18)La palabra de la Cruz es locura para el mundo. Hay un abismo infranqueable, humanamente hablando, entre la sabiduría de Dios y la sabiduría del hombre, de manera que quien es  sabiduría y amor de Dios es locura para el mundo y viceversa. Debemos penetrar en este misterio, en esta revelación crucificante del amor de Dios, del amor trinitario, del amor infinito, del amor que es la vida y el ser mismo de Dios, del amor que se extiende como un perfume sobre el mundo y sobre los corazones que lo quieran acoger.


Dios escogió el instrumento de la Cruz, instrumento de tortura, de sufrimiento, de total humillación para hacernos comprender el grado de humildad y postración que representa su descenso a nosotros. Alejándose de Dios por la desobediencia, el primer Adán y sus herederos se han alejado a una distancia infinita de su Creador. Sólo Dios podía recorrer esa distancia descendiendo hasta nosotros. Venir a nosotros implica para Dios un descenso que llamamos "Kenosis" y que quiere decir la voluntad divina de despojarse de su gloria, o al menos de ocultarla. El descender de Dios significa que el Hijo de Dios se hace también Hijo del hombre, manifestando, no sólo su propio amor, sino también el amor del Padre. En el diálogo de Jesús con Nicodemo le dice: "Tanto amó Dios al mundo (hay que insistir en esa palabra "tanto") que envió a su Hijo unigénito para que todo aquél que crea en Él noperezca, sino que tanga vida eterna" (Jn. 3, 16)


El Hijo de Dios que llega a nosotros nos conduce a la luz, como nos enseña el icono del Descenso al Hades (o de la Resurrección). Cristo nos rescata del infierno por la fuerza de su mano poderosa, por la fuerza de su amor. Rescata a Adán y Eva, y todos sus descendientes, del infierno en que ahora nos encontramos. El infierno no es propiamente un lugar, sino el estado de ausencia de Dios, del rechazo de Dios, Cada vez que caemos en el mal o en connivencia con el mal, estamos anticipando lo que podría ser nuestro infierno. Hoy se habla poco de esto, sin embargo es necesario decir que el infierno existe y añadir a continuación que Cristo descendió a ese infierno para sacarnos de él rompiendo sus puertas.


Mientras tanto ¿hacia dónde vamos nosotros? Somos las ovejas perdidas del salmo (118, 176) "Anduve errante como oveja descarriada, ven a buscar a tu siervo". Para que este encuentro entre Dios y el hombre caído pudiera realizarse era necesario que el Señor descendiera a través de la Cruz. La Cruz es la señal de la perfecta obediencia del Hijo al Padre, de la unidad de las voluntades divina y humana en Jesús. En la medida en que se acomoda plena y totalmente la voluntad humana de Jesús con la voluntad del Padre ("Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" Lc.22, 42), en esa medida nuestra voluntad humana puede también acomodarse a la voluntad de Dios y hacerse una con ella.


Siendo así que a través de la Cruz se desciende a los infiernos, se abre para todos un camino infinito de vida nueva y de ascenso a Dios. De la misma manera que la Cruz constituye el camino necesario del descenso y del amor de Dios revelado a los hombres para nuestra salvación, así también no hay para nosotros otro camino de vida divina y de obediencia a la voluntad de Dios que el de la Cruz y el sufrimiento que ello implica. En la medida en que rechacemos a Dios y nos revolvamos contra Él, así nos entregamos a las enfermedades del alma y del cuerpo, porque las enfermedades, sobre todo las del alma son una señal de nuestro rechazo a la gracia de Dios. Sólo la gracia divina es fuente de vida verdadera. Sólo el poder del Espíritu Santo es vivificante; sólo Él nos da la vida a nuestra alma y nuestro cuerpo. Es el Espíritu el que obra en nosotros ese profundo cambio que es la "metanoia", el arrepentimiento, conversión de vida que nos lleva al pie de la Cruz de Cristo con la Santísima Madre de Dios, con el discípulo amado, con Nicodemo y Juan de Arimatea, con las santas mujeres que miraban desde lejos. También nosotros estamos llamados a mantenernos al pie de la Cruz y a desear que esta Cruz se inscriba en nuestra propia existencia, a no conocer, como dice san Pablo, más que a Cristo, y a éste crucificado.


Esta conversión implica que toda nuestra voluntad se comprometa a gloriarnos de la Cruz de Cristo, como dice san Pablo: "por quien el mundo me es crucificado a mí y yo al mundo" (Gal. 6,14) Es participando de la Cruz de Cristo como recorremos el camino de la victoria pascual contra todas las fuerzas del mal que nos asaltan y nos rodean buscando destruirnos y alejarnos de Dios. Estamollamados a cooperar en la obra de Cristo participando de sus sufrimientos para poder participar de su victoria y poder así ser coronados como vencedores, tal como promete el Espíritu a la Iglesia de Esmirna en el Apocalipsis; "Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida" (Ap. 2, 10).


Que cada signo de la Cruz que hagamos sea un gesto de apropiarnos de la Cruz de Cristo, de dar testimonio del poder y la sabiduría de Dios y de llevar a todos los que nos rodean la buena nueva de la Cruz y la Resurrección a la vida divina. Amén


Arch. Demetrio